martes, 24 de febrero de 2009

AQUÍ ME QUEDO

(Sierra de los Comechingones. Merlo. San Luis)


Anoche, el cielo rojo,
el viento bravo, los zorros locos.
Ya no llueve,
y el sol madruga tu furia,
la mirada hiere
y prepotente obliga
a entrecerrar los ojos y verte
inundada de día
recortada en celeste.

Tu rara belleza me llama
y mi curiosidad reclama.
Subo por el sendero del hombre, la sierra del indio.
Me detengo y al mirar marea
tu falda de altos pastizales y plumerillos
con los que el viento crea un mar que ondea.
Entonces vibras, verde, marrón y amarillo
y el camino espera, que avance y vea
la invasión de piedra y espinillos.

Arroyos blancos llorando sequía
interrumpen mi subida.
La vertiente en mi boca es aliento
cuando el calor abraza y tu paisaje cambia:
más piedras, más mica, más viento.
Lejos, las nubes se comen tu gracia
y me sorprende, a pecho abierto
surcando tu alma con elegancia
el cóndor, planeando lento.

Aún subo y ya no hay camino,
sólo tierra hacia el destino.
Desde 2100 metros se escurre Merlo
y saludando a Córdoba albergas
en tu filo paz, y un lago negro.
Respiro hondo y en mí hace mella
escondido en el silencio, tu hueco eco.
Me siento. Contemplo mis propias huellas,
y aquí me quedo.

viernes, 6 de febrero de 2009

EL GATO

Reluciente. Así le gustaba sentir que estaba su casa. Se sentó a descansar en el sillón del jardín. Se sentó de costado, un poco mirando su casa y otro poco mirando la vereda, orgullosa, para que la envidiaran los vecinos.
Y de repente lo vió. Negro. Grande. Pavoneando su elegancia felina por la galería.
-Juira, gato! -gritó como loca, chancleta en mano.
El gato la miró y casi la amenazó con el amarillo de sus ojos al tiempo que huía por el pasillo de la casa.
Sacó el escobillón y barrió los pelos. Consternada. Los barrió consternada como quien escapa de un mal pensamiento.
Reluciente. No se sentó. Los días siguientes el gato no volvió. Mientras limpiaba, miraba. Miraba si venía. A veces tenía la sensación que lo esperaba.
Un lunes de infernal verano se despertó temprano, con calor, con necesidad de aire fresco. Abrió la ventana. La ventana de su cuarto. La ventana del gato. Tranquilo, enroscado en la cola, levantó la cabeza y la miró. Estaba petrificada. Una mano en cada hoja de la ventana, la boca abierta, los labios secos, los ojos quietos. La miró, estiró sus patas y se fue. Se fue tranquilo, con la cola levantada.
Cuando ya no lo vió, gritó. Y la piel se le erizó. Se sentó en la cama y lloró. Ese día, no limpió. Por la tarde hizo poner persiana en la ventana del dormitorio. Y también en la del living. La del dormitorio, ya no la levantó.
Reluciente. Adentro. Afuera ya no limpia. Está lleno de pelos de gato, de pis de gato.
Los días siguientes el gato no volvió. Mientras limpiaba, miraba. Miraba por la ventana. La del living. A veces tenía la sensación que lo esperaba.
Un jueves de crudo invierno se despertó temprano, con frío, con necesidad de calor en la casa y fue a encender la estufa. La estufa del living. La estufa del gato. Aún dormido, acurrucado entre los leños, levantó la cabeza y la miró. Estaba rara, como ensimismada. Los pelos revueltos y los dedos en los pelos. Hablaba. Hablaba sola.
Agarró el caloventor y se fue al cuarto. Cerró la puerta y se sentó en la cama. No lloró. Ese día, no limpió.
Reluciente. El dormitorio. El resto de la casa, ya no lo limpia. Está lleno de pelos de gato, de pis de gato, de comida de gato.
Los días siguientes el gato se quedó. Mientras limpiaba, lo miraba. Lo miraba por el ojo de la cerradura. La del dormitorio. A veces, tenía la sensación de sentirse acompañada.