miércoles, 22 de abril de 2009

MUJER EN EL ANDEN


Está parada, apoyada en el pilar de cemento que sostiene las rejas. Tiene el rostro amarillo, la cara oblonga, los ojos pegados a la nariz delgada y larga. Las cejas, colgadas de los ojos hundidos. Lánguida, como si fuera una pintura moderna y viva de Modigliani.

Imagen gris. Zapatos negros, pantalón gris, camisa blanca, sweater gris, ojos claros, cabello gris, ese cabello que le llora la cara.

En lugar de sus labios hay una delgada línea blanca, enmarcada por dos surcos incoherentes que le aplastan el gesto. Levanta la vista y pasea la mirada, cenicienta y seca, por la vía.

Cada tanto, contiene en el pecho un suspiro apretado. Los brazos, cruzados sobre el torso, sosteniendo el olvido, o quizás el hastío. Melancólica, cobijando tal vez, el recuerdo cálido de un abrazo perdido.

Soporta la demora flexionando algo las rodillas, apoyando la cintura en la pared baja. Luego, inclinando la espalda hacia delante. Minutos más tarde, cediendo el peso de su cabeza a un lado y hacia abajo.

El aire de otoño la acompaña, la saludan las hojas secas a su paso y ella contesta apenas con una mueca. Un rictus obligado para no sentirse muerta.

El tren no llega. La espera se hace densa y le pesa. La vida le pesa.

viernes, 17 de abril de 2009

LOS POBRES


Crecí pensando que eran malos. Los veía sucios, con la ropa rota y los zapatos abiertos por el andar. Caminaba de la mano de mi madre y me dolía su apretón cuando pretendía ocultarme tras su falda si pasaban a mi lado.

Los veía sucios, con la ropa rota y los dientes vacíos por no comer. No me gustaba viajar en tren porque recibía las reprimendas de mi padre cuando los señalaba y en voz alta me quejaba por el mal olor.

Los veía sucios, con la ropa rota y las manos gastadas por tanto pedir.

Eran como yo, pero no creía parecerme a ellos. Ellos no iban a la escuela, pocas veces los veía con su mamá, no se lavaban los dientes ni se peinaban al levantarse. Yo, pretencioso, y ante la indignación de mis padres, los llamaba “los pobres”.

El negro, como le decían a mi viejo, trabajaba en la fábrica de galletitas haciendo el control de ingreso de mercaderías. Me llevaba al colegio que quedaba cerquita de la fábrica, muy temprano. Entraba a las 6 y yo hacía tiempo en la escuela mientras la celadora me servía un té.

Mi vieja trabajaba a la vuelta de casa, en la tienda. Pero quería que estudiara en capital. “Se sale mejor”, decía. Y ahí los veía, todas las mañanas en Constitución: abrían las puertas de los taxis, llevaban los bolsos ajenos al tren, pedían una moneda en el andén hasta que los veía el señor de uniforme, y salían corriendo al escuchar el silbato.

Con los años dejé de “verlos”. No se habían ido, seguían allí, el país producía grandes cantidades de ellos y, casi ocultos, se mimetizaban con el paisaje. Recuerdo la época de Malvinas. Yo estaba en la escuela secundaria y vivía la historia como si mirara una película. Gritaba “Argentina, Argentina” como si fuera un partido de fútbol. En esa época mamá llevaba bolsas de galletitas a la parroquia. “Para los soldados, padre”. Eran las que traía mi padre de la fábrica; se las daban porque se rompían o eran las de la prueba de máquina.

No me gustaba mucho la idea, porque mis desayunos y meriendas cambiaron las ricas y variadas galletitas por el monótono pan de ayer con manteca. Tenía trece años en el 82. Un día vi un informe especial sobre “los chicos de la guerra” y me acuerdo que, con vergüenza para decirlo en voz alta, pensé que “mis” galletitas las habían comido “los pobres”.

La democracia dejó de ocultar nuestras miserias y entonces empezaron a caminar a mi lado otra vez. Comencé a comprender el origen de la pobreza y a reconocer a los responsables. Me avergoncé de mis pensamientos de infancia y, con el tiempo, me dediqué a criticar a los distintos gobiernos por su falta de idoneidad al no encontrar soluciones o paliativos para la pobreza. Culpé a las instituciones intermedias, por su inoperancia. Me enojé con los organismos no gubernamentales por dedicarse únicamente al lobby con el poder. Pero me quedé en casa, trabajando para mí y para la familia que ahora formé. Me costó trabajo y no fue fácil. No es fácil, pero hablé demasiado de los otros.

Hoy viajaba en subte con mi hijo de 6 años que no logra comprender el significado de la crisis país. En la estación Callao subió un niño y comenzó a repartir estampitas entre los pasajeros junto con una fotocopia gastada que contaba un drama familiar y solicitaba ayuda. Una señora que se encontraba sentada en frente de nosotros lo llamó y le ofreció un alfajor que tenía en su cartera. El niño aceptó gustoso y agradeció. Mi hijo Mauricio vio la golosina y me pidió una. Le expliqué que no podía ser ya que no tenía dinero encima y comenzó a llorar escandalosamente dando un caprichoso espectáculo que no pasó desapercibido.

El niño que repartía estampitas lo miró durante unos segundos, se dio vuelta y avanzó hasta el otro vagón. Cuando casi lo había perdido de vista, regresó. Caminó directo hasta mi hijo y con el brazo firmemente extendido, mostró su mano abierta con el alfajor en ella.

Por mi mente desfilaron “los pobres” de mi infancia, los tirones de mano de mi madre, las reprimendas de mi padre, el informe de Malvinas, las galletitas…

Me hubiera gustado tener en ese momento la pollera de la vieja para esconderme, esta vez para ocultar mi vergüenza. Antes de que pudiera sonrojarme y responder la mirada de Mauricio que me preguntaba qué hacer con el llanto ahogado, medio incómodo, medio contento, el niño sonrió. Y sus dientes amarillos me parecieron perlas, sus mejillas me mostraron pocitos y con la voz decidida y ojos de esperanza dijo:

- Tomá… seguro que después me dan otro.

jueves, 2 de abril de 2009

A RAUL ALFONSIN


Tenía 14 años cuando mi profesora de educación cívica, alineada con la Democracia Cristiana, vió mi interés en la política y me trajo una pila de folletos doctrinarios de todos los partidos que se presentaban a las elecciones. Corría entonces el vertiginoso 83 y mi prepotente adolescencia destacó el tríptico que versaba “100 puntos para la democracia”. Ese tríptico es el primer folio de mi bibliorato de documentos políticos forrado con decenas de calcos de aquella campaña. Esos del óvalo celeste y blanco con el RA en el medio y el ‘usted sabe’ cruzado arriba a la izquierda. Esos calcos, los tuyos -lo puedo tutear hoy, no? A partir de ese momento empecé a escucharte, a seguirte, a apasionarme con tu discurso lleno de esperanzas, esa arenga cargada de emociones y propuestas. Lejos de la perorata demagógica, tu proclama gestaba contenidos en mi vida.

Como tantos otros, me sentí movilizada luego de aquél acto multitudinario en el obelisco, inolvidable para mis ojos que aún llevan en la retina la 9 de julio cubierta por banderas. El escrutinio lo seguí en hojas cuadriculadas en las que anotamos con papá los resultados mesa a mesa durante toda la noche y la madrugada. Qué alegría ese triunfo!! El de la gente, el de la democracia, más allá de las ideologías. Pasarán los años y cada vez que vea la imagen aérea de Plaza de Mayo durante tu discurso en el cabildo con los papeles volando sobre tantas cabezas pegadas como si fueran miles de palomas de la paz, voy a llorar.

Ese día me hice Alfonsinista. Sí, ya sé… “Sigan a las ideas, no a las personas”, por favor, Raúl, no me lo digas más… es que sos la representación de las ideas que quiero seguir. Sí, sos, no me equivoqué. Es por eso de trascender. Hay gente que se muere y otra que trasciende.

Me gustaba hacer saber que era radical repitiendo tu característico saludo, el de las manos entrelazadas sobre el hombro y agitando suavemente el gesto cual abrazo dedicado a todos y cada uno de los que te seguíamos. Me gustaba bromear para identificarme entre mis amigos con tu frase de las movilizaciones “un médico a la derecha, por favor”.

Mirá qué frase!!! Siempre te escuché el ‘por favor’, hasta eso me estremecía. El político en el estrado no tan preocupado por su imagen como por los demás. Siempre tuve la sensación de que eras un tipo agradecido, tan respetuoso, tan confiable. Eso es, uno se sentía seguro en tus filas. Si hasta te ocupabas del médico.

Terminando mi secundaria y con los 18 cumplidos me afilié al partido. UCR – Movimiento de Renovación y Cambio – Junta Coordinadora Nacional. Me dieron una cintita roja y blanca. La tengo aún. Después vino la facultad y la Franja Morada. El Bastión. Si, de ahí soy, de Económicas.

Cuántas cosas que pasaron en ese tiempo. Vos no sabés, claro, nunca tuvimos ocasión de conversar, por eso te escribo. Me cambió la cabeza, bah, la vida me cambió. Ahora no te escuchaba solamente, te leía. Libros, artículos, documentos. Los del presidente que eras, los de Raúl R. Alfonsín, los de Alfonso Carrido Lura… Todos vos. Todos generando el compromiso, inyectando la militancia como forma de vida. Y así conocí al político, al presidente, al hombre.

Conocí al campechano de pueblo, materialmente desinteresado, decente, auténtico. Al hombre de traje, formal y elegante para la ceremonia, al de camisa arremangada y las manos prestas para encarar la más dura de las labores. Conocí al gallego empecinado y testarudo, auténtico, apasionado e intenso. Conocí al político coherente, digno hasta en la renuncia, vehemente y entusiasta.

Es así, Raúl. Crecí con tu enseñanza de la lealtad, del trabajo duro, de la justicia, de la libertad.

Vivimos épocas duras también, no te voy a contar a vos, no? Las pascuas del 87, en la plaza con mi familia, y los levantamientos del 88, en el rectorado de la UBA. Y más allá de lo que diga la historia de esos hechos para mí van a quedar grabados como una gesta democrática. Nada de oportunismos, nos dijiste en un plenario, todo lo realizado fue al servicio de las libertades y de la convivencia democrática… o algo así, pero con esa esencia. Estaba en los 100 puntos, los del tríptico, te los leo? Ah, claro, te acordás. Disculpame. Se cumplieron muchos. Alguien se acordará de este folleto además de vos y yo?

Nunca me voy a olvidar de esos años, Raúl. Los años del NUNCA MAS, de la defensa a ultranza de los derechos humanos, del fin de la impunidad, del juicio a las juntas, del restablecimiento de las instituciones. Nos libraste para siempre del horror, ya nunca más tendremos miedo de caminar. Nos libraste del olvido, de la desmemoria colectiva que periódicamente el autoritarismo se afanaba por sembrar entre la gente.

Qué apostolado el tuyo, Raúl! Te escribo esto y me siento avergonzada, siento la urgente necesidad de pedirte perdón. Perdón por la cobardía de abandonar la militancia activa. No, no dejé de ser radical. Pero después de los desacuerdos con la Alianza me enojé, creo que me enojé conmigo, pero me enojé y me fui con mi militancia a cuestas. La llevo a todas partes, la vivo, pero ya no participo como antes. Esta misma sensación tuve durante aquél discurso grabado que escuchamos en el Luna Park por los 25 años de la democracia. Ya estabas mal, no?

El legado final nos dejaste en esas palabras. El llamado al diálogo nacional, la construcción permanente. Recuerdo que cuando era chica mis abuelos, los tíos de mis padres, los vecinos hablaban de sus ideologías como “anti”… Eran anti-peronistas, anti-comunistas, anti-radicales… Ahora son socialistas, radicales, peronistas, independientes… Desterraste el odio, uniste a la gente en un abrazo civil. Desde la campaña del 83 hasta ayer. En lugar de terminar cantando una marcha partidaria, los actos terminaban con el preámbulo. Todos nos lo aprendimos de memoria. Te quedaste unido a la institucionalidad para siempre, al respeto ciudadano. Y es por eso que hoy te están despidiendo tantos. No son todos radicales, pero todos son ciudadanos. Argentinos y de otros países. Los spots de TN lo dicen clarito “TODOS TE RESPETAMOS”.

Aún suenan en mis oídos los versos de aquéllas épocas fervorosas, los cantos de cada movilización “somos la vida, somos la paz”. Y así es, la de mis abuelos y quizás la de mis padres fue la generación del odio, la intemperancia, y la que vos marcaste la generación de la vida, la de la paz.

Siempre odié las despedidas y esta se me está haciendo de chicle. Es que tengo que despedir al maestro, a mi mentor, al líder, al guía.

Veo nublado, Raúl. Ya no puedo escribir. Hago un poco de fuerza para que no se me note la pena honda y renuevo mi compromiso. Acá, en este momento, para que realmente logremos que con la democracia se coma, se cure y se eduque. Por la construcción continua, para el partido, para el país.

Me desbordan los ojos, ya no puedo disimular más la tristeza. Detesto este momento. Tengo la boca salada, el corazón acelerado y las manos trémulas. Me despido, Presidente. Rapidito.

Un abrazo militante a mi más querido correligionario. Gracias, Raúl. Y HASTA SIEMPRE!!!