sábado, 13 de junio de 2009

VULNERABLE



Es otoño. Y no le gusta. Cada año es una experiencia dolorosa. Los días se hacen notoriamente más cortos, y no se va a acostumbrar a ello hasta que empiecen a ser más largos. El día tiene la misma cantidad de horas, explica, pero con menos sol se pueden hacer menos cosas.
En abril ya está cansada, no tiene tiempo, dice, tiene el mismo tiempo, pero en otoño no le alcanza. Es el preludio, piensa, el principio de la decadencia. Las flores se marchitan, las hojas se secan, los colores se apagan. Hace frío. Hace calor.
- En esta época una no sabe qué ponerse.

Cuando hay viento, hay ruido, pero no es el ruido del viento, son las hojas que crujen, es el sonido de la ruptura, de la vejez, de la pérdida. En las esquinas, los remolinos duelen, las veredas parecen quejarse por esa caricia áspera y urgente.
Y a ella también le duele. Está contracturada, duerme mal. En otoño duerme encogida.
- Es que hace calor para la frazada, pero con la colcha finita se ve que de madrugada siento frío.

Le duele la espalda, el cuello, la cabeza. El médico le dijo que es nervioso, que se tiene que relajar, que tome vacaciones. Cómo va a descansar con todas las responsabilidades que tiene!!!
Fue al traumatólogo. “Es postural”, le dijo, seguro que se sienta mal, tiene que estar menos frente a la computadora. Pero si es su trabajo!!!!! Ella no es profesora de gimnasia, en la oficina tiene que estar tras el escritorio.
El kinesiólogo le indicó unos ejercicios que la pueden ayudar. Rotar la cabeza hacia adelante de izquierda a derecha y luego al revés, pasando el mentón lo más cerca posible del esternón. “Si al menos fuera verano”, especula. En otoño la ropa empieza a molestar, los cuellos, las capas de ropa. Además no tiene ganas. En verano todo invita a hacer cosas nuevas, pero en otoño... De sólo pensar que tiene que hacer algo más se siente agitada.
Tiene tanto para hacer y los días ahora son tan cortos...
Varias veces tuvo taquicardias y una punzada en el pecho, un malestar raro, como si la angustia doliera.
El electro le dió bien. El cardiólogo dice que es nervioso, que respira mal porque está nerviosa y el diafragma se mueve a un ritmo inusual y que como el diafragma en definitiva es un músculo, cuando se agita, genera ácido láctico y duele, como a un deportista le duele una pierna o un brazo. Es el músculo. Le dijo que se haga tiempo para leer un buen libro.
Tiempo. Tiempo es lo que no tiene. Y cuando piensa en cómo resolver todo, se siente mal.
Qué te duele?, le preguntan. Nada le duele, o todo. Se siente agobiada. Pero ella puede, lo que pasa es que como cambiaron el horario, adelantaron la hora y el día rinde menos. Y esta humedad... Le cuesta respirar. Y viajar. En otoño la gente sale abrigada y después vuelven con las camperas en la mano. La empujan en el colectivo, en el subte.
- La gente está loca, ya no hay respeto, la gente no tiene valores, ni siquiera piden disculpas.

Cómo va a dormir relajada!! Y con esas contracturas... No encuentra posición para dormir y como no se siente bien, piensa. Piensa que no puede sentirse mal, que tiene muchas cosas que hacer y a medida que lista mentalmente sus “to do” se pasa la mano por la cara. Por el lado izquierdo de la cara. Tiene como un hormigueo en la mejilla y le late el ojo. El neurólogo le dijo que se quede tranquila, que sus reflejos están perfectos. Le hicieron un electroencefalograma y potenciales evocados porque ella insistía en que algo no estaba bien. No podía ser estrés, si ella fue siempre igual, siempre corrió de un lado para otro, si ahora se siente mal es porque algo está mal. Ella no. Algo en el cuerpo, algo que ella no controla.
La psiquiatra le recetó Rivotril.
- Te va a ayudar, es un ansiolítico liviano. El cuerpo a veces te pasa factura, viste? Lo que tenés es una crisis de ansiedad.

No entendió. Uno se pone ansioso cuando espera lograr algo y eso se demora o no llega. Eso no le pasa. Si ella consigue lo que se propone, lo que pasa es que la gente no la entiende, es que no la pueden seguir. Hay gente que pierde el tiempo y a ella no le alcanza. En otoño no le alcanza. Eso pasa. Igual tomó el Rivotril. Hasta que se le terminó la caja. No volvió a la psiquiatra. Además el
Rivotril no le hizo nada. Tenía razón, no era ansiedad.
El homeópata le explicó que a veces, se produce un desorden, un desequilibrio interno, que ella no tenía ninguna enfermedad, que eran síntomas. CLARO!!! Síntomas. Eso suena razonable. Le dio unos globulitos y le explicó que se trataba de algo lento. Que estaba seguro de que esa era su medicación, pero que quizás hubiera que ajustar la dinamización, y también le explicó que era eso. Los síntomas siguieron, pero eso eran: síntomas. Ella los controla y listo, no necesita volver al homeópata.
Y este año está peor. El otoño está peor. Los días son raros. Es junio y a veces hace tanto calor... Se toca el pecho, se ahoga con esta humedad. Debe haber baja presión, razona, y sigue. Tiene tantas cosas para hacer... Siente una ambulancia y mira por la ventana. Lindo atardecer, piensa. En otoño los paisajes tienen unos colores hermosos, mezcla de amarillos, ocres, naranjas, marrones, algunos verdes secos. Parece un cuadro de Monet. Son las cinco y parece tan tarde. Los días son tan cortos... Parece que la naturaleza le mostrara que hay cosas que no puede hacer. Por eso no le gusta el otoño. Se siente vulnerable.

jueves, 11 de junio de 2009

TRABAJO SOCIAL

I

La vi desde la esquina. Sentada en la vereda, la cabeza cubierta por un pañuelo clavaba la vista de párpados bajos en las baldosas transitadas del microcentro porteño. Ante la ejecutiva indiferencia de la city acunaba a una criatura con pañales sucios y acariciaba, entre moneda y moneda, el cabello del niño que jugaba a su lado con piedras pequeñas.

La vi desde la esquina y pensé que sería un buen punto para mi trabajo de investigación. Caminé lento, tratando de captar todos sus movimientos, sus gestos. Grabé en la retina los colores de su ropa, los agujeros de su pollera, las arrugas de la injusticia, la curvatura de sus dedos pidiendo ayuda.

Me detuve unos pasos antes de pasar por delante suyo e hice tiempo encendiendo un cigarrillo. Cada tanto, alguien desde su erguida superioridad, arrojaba dinero a su lado. Sus ojos, fijos en el dibujo de las baldosas. Antes de avanzar, busqué una moneda en el bolsillo del pantalón. Caminé hacia donde estaba sentada la mujer y al llegar a su lado me agaché y puse veinticinco centavos en su mano.

Hizo un sólo movimiento. Cerró los dedos y retuvo los míos junto con la moneda. Con la misma celeridad y automatismo que decía a otros “Dios lo bendiga”, me dijo:
- Usted me estaba mirando. No se ocupe de mí... Salve a mis hijos

Cuando me incorporé sentía que aún tenía mi mano entre sus dedos sucios, flacos y pegajosos. Sin voltear, metí las manos en los bolsillos del pantalón y froté la izquierda contra la tafeta interna. Metí las dos manos en los bolsillos. Para disimular. Para disimular el asco de los dedos cansados, firmes y amorosos de esa “madre-objeto-de-mi-trabajo-de-investigación”.

Con las palmas aún en los bolsillos y los hombros tiesos, pegados a las orejas, apreté el cigarrillo entre mis labios y aspiré hasta ver su extremo colorado y seguir con la mirada la ceniza que caía. Con la mano derecha fuera de su escondite, saqué el vicio de mi boca y caminé lento, pensando en esa mujer. Su voz caminaba por mi cabeza y enredaba mis pensamientos... “Salve a mis hijos...” Qué tenía que hacer? Sólo buscaba información para una investigación de trabajo social... “Salve a mis hijos...”

Días después volví al centro para hacer unos trámites. Fui por el mismo camino y la encontré. La vi desde la esquina. Sentada en la vereda, la cabeza cubierta por el pañuelo clavaba la vista de ojos cerrados en las baldosas de todos los días. La criatura de pañales sucios tenía su pezón derecho en la boca y el niño que jugaba con las piedras miraba la teta que tiempo atrás lo alimentara.

No me detuve esta vez antes de llegar a ella. Caminé sin vacilar e intenté copiar los inertes gestos almidonados de Corrientes y Reconquista. Pasé como apurado por su lado salteándome un paso para dejar caer una moneda en su mano desde la altura de mi cuerpo erguido. Como si fuera la sombra del anterior samaritano, seguí caminando y curvé mi boca con gesto de satisfacción. En ese momento, tres pasos más allá de la mujer, me di cuenta de que no había escuchado la voz curtida diciendo “Dios lo bendiga”. Volteé la cabeza sin cambiar la dirección del cuerpo y ella lo supo. El pañuelo floreado se irguió portando la cabeza de la mujer y los párpados pesados dejaron ver unos ojos cansados que con voz de madre me dijeron:
- Salve a mis hijos...

No pude sostener la mirada en esa escena. Busqué mis zapatos con la vista como si hubiera perdido los pies y cuando volví a mirar, me encontré con el pañuelo portacabeza que clavaba los ojos de párpados pesados en las baldosas de todos los días.

Durante las jornadas sucesivas no pude dejar de hablar sobre ella. Cuando estuve frente a la computadora busqué la ficha que había escrito días pasados y escribí la colección de comentarios recibidos:
- Sabés cuántos que hay así...
- Puta, esto duele.
- Hiciste bien, nene.... sólo podés ayudar con lo que tenés...
- Quién la mandó a venir a Buenos Aires... que se hubiera quedado en Bolivia.
- Pobre mujer... Alguien tendría que hacer algo, no?

Después, no me referí más al tema.

_________________________________________________________________

II

Era miércoles. Salí de casa con el café por la mitad y paré un taxi.
- Corrientes y Reconquista, por favor...
- Ay!! la fiebre del dólar.... a esta hora todos los pasajeros me llevan para allá. Algunos hacen cola desde la madrugada...

Palabras huecas. El taxista siguió hablando como si hubiese puesto una moneda en una fonola. Lo único que alguien podía hacer en esa esquina era comprar dólares. No necesité hablar en media hora de viaje. El señor del volante preguntaba, se contestaba y daba cátedra de economía sin requerir mi intervención. De tanto en tanto estiraba el cuello, como si no llegara a mirar el espejo retrovisor, y se aseguraba de que su audiencia siguiera sentada en el asiento trasero.

Bajé semiaturdido y me acomodé en algún lugar de la placita que años atrás conociera como “la del Banco de Tokio”. Y la observé. La observé toda la mañana. Toda la tarde.

La cabeza del pañuelo hizo sombra en la vereda durante horas. Sus únicos movimientos eran acariciar al pequeño a su lado y cada tanto poner la teta en la boca del bebé de pañales sucios.

Durante varios días hice lo mismo. Sólo la observaba desde la vereda de enfrente y me preguntaba si ella sabía que yo estaba allí.

El martes llovió y estuve a punto de quedarme en casa. Pero fui. Ella también. No estaba en el mismo lugar. La encontré en la puerta del edificio de mármol negro. El pequeño techo de la vidriera principal cubría su pañuelo y a sus niños.

El miércoles no la encontré... o no fue. La esperé, caminé por Corrientes hacia arriba y hacia abajo. Desde la 9 de Julio hasta Alem. Desde Alem hasta la 9 de Julio.

El jueves no la encontré... o no fue. A quién le preguntaría por ella?

El viernes no fui. Tenía trabajo acumulado y un viaje por la tarde. Pasé el fin de semana en Bahía Blanca colaborando con la habilitación de una sala sanitaria. No sé si hice bien mi trabajo. No podía dejar de pensar en la mujer del pañuelo. Volví el miércoles. Llovía. Fui hasta el edificio de mármol negro. Pero ella no. Estaba empecinado con el tema. Adónde la iría a buscar... “Salve a mis hijos”... Esas cuatro palabras me perseguían sin descanso.

El jueves fui en subte y caminé por Corrientes desde la estación 9 de julio de la línea D. La vi desde la esquina. No tenía el pañuelo, pero era ella. Cabello negro, con canas, pero negro, casi azul. Me senté en la placita y esperé. Le compré un café lavado al chico del carrito para no perderla de vista y esperé. Todo estaba igual. Los mismos gestos, los mismos movimientos, la misma sombra de su cabeza en la vereda. No tenía el pañuelo. Cabello negro, casi azul.

A las cinco levantó a sus niños, colgó un bulto en su espalda y se fue. La seguí. Después de una hora de caminar me empezaron a doler los pies, pero tenía que seguir. Su paso era lento y constante. Los niños eran parte de su cuerpo, se movían a su ritmo y sin presentar retrasos ni manifestar cansancio, ni mostrarse caprichosos. Eran parte suya.

Se hacía de noche y seguíamos caminando. Tenía frío y hambre. Yo, ella no sé. Saqué mi atado de cigarrillos y noté que quedaban dos. Encendí uno mientras volvía a tomar cierta distancia, que había perdido por apurar el paso. No había hecho más que guardar el encendedor cuando ingresaron en un barrio de casas de ladrillos huecos, creo, y techos de chapa.

Dudé en seguirla. Finalmente lo hice. Entraron en la tercera casa. Había luz. Mientras caminaba tratando de acercarme a una ventana comencé a escuchar gritos. Había gente a mi alrededor, pero nadie me miraba.
- Otra vez la está fajando –escuché.

Rodeé la tercera vivienda, que tendría el tamaño del dormitorio de la casa grande de mi abuelo, y miré. Miré por la ventana rota.

La estaba golpeando. Le gritó. La golpeó... El chiquito que jugaba con las piedras acunaba en brazos al niño de pañales sucios y miraba con la nuca. La golpeó fuerte, y sangró. Ella quedó en el suelo. El hombre caminó hasta el otro extremo de la habitación. Miró a los niños uno en brazos de otro. Dio media vuelta y se apoyó con ambas manos sobre una improvisada mesa. Ella tosió. El miró desafiante sobre su hombro izquierdo sin mover el cuerpo. Volvió a toser. Había sangre en el piso. El niño mayor cantaba, cantaba fuerte y acunaba los pañales sucios.

Ella tosió. El arrastró su mano sobre la mesa desparramando las pocas cosas que había sobre ella. Caminó dos pasos largos y la golpeó con sus pies. Y sangró. Y él gritó. La golpeó más fuerte y su cuerpo violento sudaba. Volvió a mirar a los niños. Uno cantaba, el otro dormía en brazos del canto. El canto lloraba y aguantaba.

Con un golpe en la puerta el hombre salió de la casa y desapareció hasta su hedor. Me quedé quieto, agazapado tras la ventana, escuchando. No llegaba a ver a los niños, pero escuchaba su canto y el gemido de la mujer del pañuelo sin pañuelo, de cabello negro, casi azul. Durante un rato escuché su tos y el canto con lágrimas y dientes apretados. Agucé el oído y sólo escuché al niño llorar. Tenía frío y me dolían las rodillas.

Me incorporé sin mirar nuevamente la escena por la ventana. No sabía qué hacer. Caminé unos pasos y encendí el cigarrillo que quedaba. No sabía para dónde caminar ni con quién hablar. Estaba confundido. Tenía miedo. Pasé entre los vecinos...
- Un día la va a matar –decían. Parecía una historia habitual.

No sabía qué hacer y no hice nada. Tenía frío. Levanté el cuello de mi saco tapando la nuca y lo abotoné en el frente con la solapa cruzada. Con el cigarrillo en la boca salí del barrio. Puse las manos en los bolsillos del pantalón y con los hombros cerca de las orejas me fui.

“Salve a mis hijos”... Pensé que sería un buen título para mi monografía. Tenía frío, mucho frío. Mientras volvía a casa lloré. Tendría un buen informe. Pero ya no sería el mismo hombre de ayer. Ya no.