miércoles, 27 de enero de 2010

SEPELIO


A Rogelio lo encontraron muerto. Los vecinos conocían su nombre por la correspondencia. Expósito, Rogelio. Vedia 1748.
Vivía en la casa vieja de mitad de cuadra. Era una construcción de una sóla planta pintada de verde claro, techo de losa y jardín adelante. Una portezuela de reja negra en medio de dos paredes bajas daban acceso a ese jardín, que Rogelio cuidaba muy bien. A la izquierda, un jazmín. A la derecha, sólo pasto, muy prolijo y algunas lajas grandes dispuestas sin sentido aparente.
Luego, la casa. La puerta de madera en el centro y dos ventanas laterales con reja también negra y persiana.
Adentro, nadie conocía. Nunca lo visitaron. No se sabe si tiene familia. En el barrio desconocen a dónde trabajaba o si trabajaba. En realidad, nadie sabe nada sobre él. Sólo que está muerto.
El hombre no hablaba con los vecinos. Si no fuera por esos "..ennn día..." que dejaba caer cada tanto, hubieran pensado que era mudo.
A los perros tampoco les hablaba, pero los acariciaba, les daba agua y comida. Las grandes lajas del jardín eran para ellos. Los traía de la calle. Uno atropellado, otro enfermo, otro desnutrido. Los curaba y los enviaba a la vida errante otra vez.
Cada tanto volvían, saltaban la pared baja, se echaban en alguna laja y lo esperaban.
Rogelio regresaba cada día puntualmente a las cuatro y diez, todos suponen que de trabajar, con la boina calzada hasta las orejas, el diario bajo el brazo y ambas manos en los bolsillos del pantalón. El gesto, adusto, mirando siempre hacia abajo como evitando encontrarse la mirada de algún otro.
Así, pasaba al jardín y, sin cambiar el gesto, acariciaba la cabeza de los perros. Luego entraba en la casa y cerraba la puerta. Siempre cerraba la puerta. Al rato salía, sin la boina y sin el diario. Ponía comida y agua a los perros y regaba el jardín.
A veces, los perros se acercaban a tomar agua de la manguera y lengüeteaban su mano antes de irse.
La vida de Rogelio era comentada por los vecinos y era el tema predilecto de la chusma. Se tejían historias entre mate y mate y se mascullaban barbaridades durante las cenas familiares.
Ayer doña Berta vio la puerta de la casa de Rogelio abierta y llamó a varios vecinos. Esperaron un par de horas conjeturando y luego, casi en procesión, se encaminaron hacia el 1748.
La comitiva, encabezada por el ferretero, se detuvo ante la reja negra y, tras un cruce de miradas, dos o tres de ellos batieron palmas, seguros de que no obtendrían respuesta.
Como así fuera, abrieron la portezuela y se acercaron a la puerta de madera entreabierta. Golpearon la aldaba con la misma expectativa. Sólo unos segundos después, empujaron la puerta y decidieron pasar.
Todo estaba oscuro y en silencio. La casa, de aspecto austero y monacal, parecía deshabitada desde hacía años.
Con sumo sigilo y siguiendo una previsible distribución de ambientes, llegaron al dormitorio. Y ahí estaba Rogelio, tendido en su cama, boca arriba, las manos cruzadas sobre el abdomen, los ojos y la boca abiertos. Blanco. Muerto.
La comitiva permaneció unos largos minutos inmóvil y muda ante la escena, hasta que doña Berta asomó la cabeza y lanzó un grito de horror. Recién ahí, los doce perros que rodeaban la cama abandonaron su pose de vigilia y mostraron los dientes.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

"Quien escribe es escritor sólo si ha encontrado quien lo lea."
Gracias por leer y comentar!!