martes, 29 de marzo de 2011

ASI

Cuando subo al colectivo ya está sentada, generalmente del lado de la ventanilla. Supongo que viene desde lejos. Munro, quizás.
No hay día que no me llame la atención. Ha sabido ser morocha y no creo que tiñera su cabello. SÍ debe haber teñido su ropa, como lo sigue haciendo ahora. Se nota que sus vestidos tienen su mano. Hoy lleva un amplio solero azul. Azul lavanda, como sus ojos. Batik. Apuesto a que el batik de esa tela lo hizo ella misma.
Su cabello llega hasta la cintura. Lacio. Limpio. Plateado. Orgullosamente plateado. Sin hebillas. Sin moños. Sin gomitas. SIN.
Trae arrugas en el cuello, en las manos, en los brazos, pero no en la cara. En la cara tiene sonrisas. Muchas sonrisas.
A diario la miro y paso el resto del viaje imaginando su vida. Me pregunto cuándo se habrá hecho el tatuaje del tobillo, ese que muestra naturalmente junto con sus sandalias de cuero marrón.
Usa aros largos, siempre plateados con piedras de distintos colores. Collares de tiento o de hilos con nudos atrapando maderitas de las más diversas formas. Pulseras tejidas y anillos. Tiene uno de madera oscura, siempre. Apuesto a que está relacionado con el amor. Igual que el carnal tatuaje de su muñeca.
Trae anteojos redonditos como los de John. Lennon, obvio. Cristales celestes. Habitualmente va leyendo y nunca puedo saber qué lee. Forra sus libros con papel madera y en el papel suele escribir notas mientras viaja. No parecen ser notas sobre el libro sino sobre el momento. Como si tomara una “instantánea”, como fotos que va pegando en un álbum. Escribe con lápiz. Lápiz de madera. El lápiz y el libro los guarda en una cartera tipo morral que cruza del hombro derecho hacia la cadera izquierda. Una cartera tejida con nudos en hilo de matambre. La tejió ella. Estoy segura.
También, un monedero con monedas y un par de billetes doblados en cuatro, un celular pequeño pero viejo, de los que no tienen mp3, ni mail, ni facebook, ni twitter. Además, un pañuelo de tela, una llave, una sóla llave sin llavero y un frasquito. Eso es todo lo que vi y no creo que lleve nada más.
Es delgada y fuerte, de estatura media y dedos largos y enjutos. No se maquilla, sólo un par de veces le vi rosados los labios. Las uñas, cortas y pintadas de color. A veces, tiene dibujos en la uña del dedo índice de su mano izquierda. No usa corpiño, no parece necesitarlo. No abriga ataduras de ningún tipo. Tiene por lo menos un hijo, porque la escuché hablar de sus nietos en algún viaje.
Debe hospedar unos sesenta o sesenta y cinco años en su sutil y lánguida figura. Y una sensualidad de veinticinco en cada poro de su piel.
Amable, tranquila, con mucha paz pide permiso en un colectivo repleto de fastidio y baja en Plaza Francia.
Cuando lo hace, miro por la ventanilla y admiro su cabellera al viento que se mueve junto con su largo vestido. Libre.
Cuando yo era niña, mi abuela solía preguntarme como quién quería ser cuando fuera grande. Si en este momento tuviera diez años y mi abuela me consultara una vez más, extendería mi brazo firmemente y con marcada osadía señalaría a esta mujer y diría con firmeza: “ASI, COMO ELLA”.

miércoles, 9 de marzo de 2011

NUEVO EDIFICIO. VIEJO ANHELO.

En el año 1988 ingresé en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. En esos años, por mis venas, además de sangre corría una gran disposición por la participación social. Fue así como además de dedicarme a estudiar me interesé por otros temas de la actividad educativa. Traía puesto ya poco más de un año de militancia en la UCR, así que fue lógico mi acercamiento a la Franja Morada. Mi lugar de inserción fue la oficina de Gremiales del Centro de Estudiantes. En ese entonces estaba muy revolucionado el alumnado por el cambio de plan de estudios (Plan G, si mal no recuerdo). En una PC con disquetera simple de 5 y ¼ cargábamos luego del DOS, un aplicativo para informar correspondencias con el plan anterior. En un pinche de almacén me dejaban los pedidos y cuando salía de cursar pasaba el resto de la mañana emitiendo equivalencias que dejaba ordenadas por número de registro en un bibliorato para que fueran entregadas cuando yo me iba a trabajar.

Además de los temas académicos ya de por sí agitados, se mascullaba sobre la escasez de aulas, todos protestábamos porque en los horarios pico cursábamos parados y preocupaba el estado edilicio de algunos sectores de la facultad.

Por ahí daba vueltas una maqueta mostrando cómo quedaría la facu luego de una reforma de la que ya hacía unos años se venía hablando.

Tiempo después fui consejera directiva por el claustro de estudiantes y el tema seguía en el orden del día pero no avanzábamos nada. Recuerdo largas discusiones y negociaciones por la recuperación de espacios como la playa de estacionamiento de Córdoba y Uriburu. Intereses creados, burocracias, acuerdos políticos, etc. se mezclaban con la necesidad, con el proyecto de crecimiento, con la evolución, con el compromiso.

Recuerdo también haber caminado con un par de arquitectos los pisos del edificio central y los del edificio de la rotonda mientras ellos tomaban medidas e ir anotando a modo de relevamiento, vidrios rotos, ascensores inutilizados, goteras y aulas inundadas. Cómo se llamaba la arquitecta? No me acuerdo. De su nombre no me acuerdo.

Junto a tantos otros con quienes compartí el compromiso con la Universidad Pública, soñé con el edificio nuevo. Pero no soñábamos con ladrillos, sino con la dignidad de la educación. No queríamos grandes pasillos, sino el espacio de acceso a la formación. No soñábamos con puertas y ventanas, sino con poner en marcha el motor del progreso. No soñábamos con bancos y pizarrones, sino con el desafío de hacer frente a los cambios que va planteando la sociedad. Nunca soñamos con el arancel para reducir la matrícula y “aprovechar” el espacio existente, sino con la Universidad Pública y gratuita para todos.

Dijo alguna vez Eduardo Galeano algo así como que "la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar."

Y caminamos... Eran los 90, la época de las relaciones carnales, la fantasía del primer mundo, el consumismo como valor fundamental. Y nosotros éramos unos muchos pocos encendidos que perseguíamos la utopía y decíamos “Vamos a andar!”.

Hoy, más de 20 años después, se inaugura por fin el edificio nuevo. Seguramente de este logro se van a colgar muchos. Los que pusieron la plata, en primer lugar. Los que llegaron ayer a la rotonda, los que pusieron la firma a último momento, los que se sacaron la foto... Pero esto es trabajo de años de una generación que ingresó a la universidad con el regreso de la democracia. Es el anhelo de quienes abrieron nuevamente las puertas de la educación a la población en su conjunto, es el esfuerzo de docentes, graduados, alumnos, no docentes, que luchan día a día por el rol de la universidad en la sociedad. Pero, por sobre todas las cosas, este logro debe ser el orgullo de esa generación, de los que lucharon hasta el final. Debe ser el sabor dulzón en la boca y la paz en el alma por el compromiso llevado a cabo.

Eramos muchos los que soñábamos, dije. Pero, parafraseando a Bertolt Brecht, algunos luchamos por esto un día y fue bueno. Otros luchamos durante un año, y fue mejor. Otros luchamos muchos años, y fue muy bueno. Pero otros, siguieron luchando y lo harán toda la vida. A esos, que son los imprescindibles, les doy las gracias. Gracias por la utopía, gracias por “andar”, gracias por llegar.