viernes, 13 de mayo de 2011

LA HIJA DE LA INDIA

Plegaria de la India Tehuelche
de Nicolás Isidro Bardas
Jardín Botánico Carlos Thays, Palermo
Malén es hija de la india. La india trabajó en la estancia desde muy joven. Tuvo cinco hijos varones que, a medida que fueron creciendo, se marcharon a trabajar en la tierra. El día que Inacayal, el menor de ellos, cumplió trece años, nació Malen y murió la india. El indio le construyó una madre de arcilla a Malén para que velara sus sueños y se fue con Inacayal tierra adentro, hacia el Chaltén.
La india había sido muy querida en la estancia, y los patrones buenos tomaron a Malen y la llevaron al casco principal. Al cuidado de las dos cocineras, Malén creció con el aroma de la leche con vainilla y con la bondad del pan, con la fortaleza que da el puchero del blanco y la calidez del horno de barro, con las caricias de cuatro manos de mujer y las historias de la india que escuchaba mirando a la madre de arcilla.
Cuando cumplió diez años, la patrona buena la fue a ver con una cachorrita en brazos. Le dijo que había nacido con una pata mala y que no servía para las labores con los animales. Le dio un beso a Malen y se despidió. Sus hijos la llevaban a Río Gallegos a que ‘muriera más cómoda porque estaba muy vieja ya para estar en la estancia’. Malen llamó Wuim a la perra y la apretó fuerte contra su pecho. Por la tarde, cuando fueron a contarle que los patrones buenos habían muerto en un accidente, la encontraron en la misma posición. Wuim es suave y color canela. Tiene la pureza de un alma virgen y la alegría de una vida incipiente. En los ojos, la tristeza de la soledad y el ruego de afecto.
Los tres hijos de los patrones buenos se hicieron cargo de la hacienda y todo cambió. Los patrones malos trasladaron a Malen al corral de los indios porque ‘ya estaba grandecita y hacían falta mujeres para atender a la peonada’. Los indios colgaron un quillango y aislaron un lugar para la niña. Armaron una cama de pasto seco, sobre una roca le pusieron a la madre de arcilla y repararon un viejo canasto para Wuim. En el invierno Malén tejió gruesas mantas para todos y se amigó con la escarcha.
Empezó a trabajar entre peones y guanacos, entre arrieros y ovejas. Pasó de la leche con vainilla y pan caliente al agua estancada y el estiércol. El viento cruel y violento forjó su carácter y el frío sureño se instaló en sus huesos. Wuim es su refugio y su memoria de otro tiempo, la espera cada noche temprana echada en la entrada del corral. Si pudiera correr andaría a su lado de luna a luna. Malén amanece antes que el sol para preparar el mate y traer el pan para los hombres, limpiar los corrales y recoger los deshechos de los excesos de la noche anterior. Aprendió a comer entre tareas, de a poco y a la carrera, a ampollar los pies y dejar la piel en las botas de cuero crudo, a cuartear las manos y sangrar los labios, a curtir la piel y domar el ánimo.
Se hizo mujer a los golpes y supo que no era bueno serlo entre tanto hombre señero que aplaca su soledad y las inclemencias con aguardiente.
Apenas su cuerpo dibujó la primera curva, sus pechos supieron del fervor de la mano del blanco rudo y cerril. Y tiempo después hubo un hombre que le hizo palpar las diferencias entre varón y mujer. Y otro día, otro le hizo sentir su virilidad, recia y erecta. Después vinieron otros días y otros hombres. La primera vez lloró de miedo. La segunda, de impotencia. Y las otras veces ya no lloró. En las tardes oscuras del confín de la tierra, vuelve sola al corral, arrastrando su miseria, con los ojos gachos para no encontrarse con la mirada de la madre de arcilla. Así se acuesta en su cama de paja seca. Wuim se acerca y cura con saliva las heridas de sus manos, lame sus pechos y obtiene miel de su sexo mientras Malen sueña en tehuelche con poder volver a llorar.

domingo, 1 de mayo de 2011

Libros de grandes

Mi papá tenía una biblioteca escondida. Un archivo, en realidad. Era un techo falso en su taller-escritorio. Ahí tenía diarios de fechas críticas, como la llegada del hombre a la luna o el fin de la segunda guerra mundial. Pero también tenía revistas “prohibidas”: alguna “Primera plana”, un par de “Todo es historia”, varias “Humor” y hasta una que otra “Extra”. Y también estaban los libros, los que se salvaron de la parrillada del '77. Esos libros que tenían olor a clandestinos, eran como un tesoro para el viejo y una tentación para mí. Estaban atrás de todo. Atrás de las revistas, que estaban tras los diarios que estaban luego de las latas viejas de pintura. Nada había que me llamara más la atención que esos ejemplares forrados con papel de diario sin imprimir, papel de bobina. El viejo, como para disuadir mis intentos frecuentes de acceder a ellos decía que eran “libros de grandes”. Y, como nunca me mintió, con el tiempo descubrí que era cierto, eran libros de grandes escritores.
Cuando Alfonsín pronunció la célebre “vayan sacándole el polvo a las urnas”, papá desempolvó las latas de pintura y abrió un caminito hacia los libros que entonces se veían con sólo alzar la vista.
Así, con trece o catorce años accedí a “Sobre héroes y tumbas”. Fue el primer “libro de grandes” que leí en mi vida. Era un volumen de hojas gastadas y dobladas, cocido, con las tapas castigadas. Confieso que no lo entendí en lo más mínimo, pero me gustaba leerlo una y otra vez. Supongo que porque trata sobre una trágica historia de amor , o porque había algo velado en eso de los héroes y nuestra historia, o porque Barracas era casi lo único que conocía a esa edad además de Avellaneda.
Tanto hablé en los recreos sobre esa novela que las compañeras del colegio me lo regalaron para mi cumpleaños de 15, nuevito, con las tapas impecables, las hojas pegadas al lomo y sin olor a historia. Fue también el primer y único libro que tuvimos en nuestras bibliotecas tanto el viejo como yo. Los demás, los compartíamos.
Cuando logré comprender esa novela, compré “El túnel” y después, papá me prestó “Abaddón…”, que ya no estaba escondido ni tenía las tapas forradas.
Ya no tengo a papá a mi lado, pero tengo toda su obra en mi hermana y en mí misma. Hoy he llorado mucho al saber que usted tampoco estará más entre nosotros, pero fui hasta la biblioteca y ahí está mi “Sobre héroes…” el de las hojas pegadas y las tapas impecables, que ya tienen un poco de olor a historia.

Gracias, Don Sábato.
Gracias por su obra literaria, por su vida, por su honestidad extrema. Gracias por todo lo que aprendí al leerlo y escucharlo. Gracias por el Nunca Más. Gracias, Maestro. Buen viaje.