jueves, 30 de junio de 2011

BIENVENIDA, WELCOME, BEM-VINDA

En correo central bajan muchas personas y suben otras tantas. Hacia el interior del colectivo se produce siempre un revuelo entre quienes intentan descender y quienes pretenden algún asiento que queda vacío. Pero hoy fue diferente. Desde el fondo, sentada a la derecha del lado de la ventanilla puedo ver que el revuelo es otro. Pensé rápida y erróneamente que podía tratarse de un carterista.
La gente se corría hacia atrás y no llegaba a distinguir qué pasaba. Un par de paradas más adelante advierto que en el centro del colectivo, a la altura de la puerta con rampa para piso bajo, se hace un claro. Un incómodo claro. Entonces la veo.
Tiene mi altura y la mitad de mis años. Su abundante cabellera rufa, sucia y apelmazada la lleva recogida con un jirón de tela negro. Viste una pollera corta de jean gastada y dos buzos superpuestos. El de abajo parece rosa y el de arriba gris, pero están tan percudidos, que no puedo asegurar que así sea. Sobre ellos tiene un saco de lana, tejido, verde oscuro. Lo lleva abierto. Es largo, le tapa las rodillas. Con dos vueltas sobre el cuello, tiene una bufanda, también tejida, pringosa, como si se hubiera limpiado restos de comida con ella. En los pies, unas zapatillas francamente roñosas, con los cordones desatados y desflecados. Medias tipo can-can, llenas de agujeros, verdes. Creo. Mitones negros en las manos.
Se mueve mucho. Va sujeta de los pasamanos superiores y cambia constantemente de manija. La gente acompaña cada movimiento suyo con ajetreos de huida. Confieso que me intriga la situación. Observo sin disimulo, a veces, estirando el cuello y moviendo la cabeza para lograr una mejor perspectiva. Ahora le veo bien la cara. Es bonita y desaliñada. Sobre su rostro blanco y redondo cuelgan algunos mechones que se escapan de la tira negra que los sujeta. Tiene las mejillas encendidas, arrebatadas. Su nariz pequeña, como dibujo de cuento infantil, conserva mucosidad notoriamente pegada. Los labios están destrozados, llenos de cicatrices y costras de alguna pústula seca. La frente y el mentón, ennegrecidos.
A medida que va subiendo gente, ella se corre hacia el fondo y las personas se apartan. Algunos ponen mala cara, otros se fastidian, otros entierran la cabeza en los cuellos de sus abrigos. Todos rehúyen. No hay dudas de que la evitan.
Ahora la tengo más cerca. Pone sus manos sobre los respaldos de dos asientos y se mueve a un lado y a otro cortejando el andar del transporte. Por momentos se refriega un brazo violentamente. Instantes después se rasca la cabeza en forma frenética. Una señora toma a su hija del brazo y sin tapujos la retira del lugar. “– No ves que tiene piojos?”
Se acerca ahora a la puerta trasera, justo delante de mí. Levanta el brazo para tocar el timbre y luego de una arcada inevitable, abro la ventanilla para no vomitar. Un tufo fétido y pestilente invadió el ambiente. En la piel tiene escaras, incrustaciones de mugre, lesiones por el abandono. Intento sonreír o, al menos, neutralizar el asco segura de no estar consiguiéndolo.
En Retiro se baja y permanece en la parada. Me quedo contemplándola por la ventanilla mientras se acomoda en uno de los laterales del refugio de la estación que tiene un cartel de propaganda política. Se apoya sobre la izquierda, donde hay una foto y a su derecha puedo leer en grandes letras negras “VOS SOS BIENVENIDA”.