martes, 24 de abril de 2012

PAN DE LECHE

El subte está lleno. El entorno, denso. Buenos Aires arde a treinta y siete grados en el asfalto y acá, bajo tierra, el ambiente es una conspiración contra la involuntaria acción de respirar. Dentro del vagón se produce un bailoteo de cabezas que “cogotean” casi rítmicamente tratando de captar un poco de aire por encima de la masa humana.

A pesar de esto, el subte avanza y en cada estación, como si los cuerpos fuesen comprimibles, suben tres pasajeros por cada uno que baja.

En Facultad de Medicina, el vagón en el que viajo está a punto de expulsar gente por la ventanilla. Una señora embarazada y un señor con bastón pretenden bajar. Varias personas descienden para facilitarles la tarea mientras los que esperan en el andén empujan para avanzar. En medio de ese intercambio, sube una mujer.

Yo voy parada cerca de la puerta y ella hace un esfuerzo por llegar con su mano a tomarse del caño vertical que está a mi lado. Es muy petisa y muy obesa. No sé por qué me viene a la cabeza una espantosa imagen: si muriera, su ataúd debería ser cuadrado. Tremendamente avergonzada por esta impresión, giro la cabeza hacia otro lado. En Pueyrredón, se paran las dos personas que viajaban sentadas delante de mí. Casi como pidiendo perdón a la mujer por mi conjetura, hago un gesto con la mano para que se siente primero ella en uno de los asientos que se acaban de desocupar. Me mira. Arquea las cejas de una forma extraña como si me preguntara si estoy segura de lo que le ofrezco. Vuelvo a hacer el gesto con la mano confirmando la propuesta y entonces se sienta. Ahora entiendo su mirada. En los dos asientos se sienta. Le sonrío entonces y me siento aún peor que antes.

No es obesa. O sí, pero de la cintura para abajo. Es como si se tratara de dos medios cuerpos ensamblados. Tiene los brazos delgados pero fuertemente fibrosos. Lleva dos bolsas grandes de lienzo blanco, pesadas, cargadas de cosas. Los dedos de sus manos son finos y largos, sus uñas cortas y sin pintar. Su piel es blanca, blanquísima y llena de pecas. Usa su largo y rojizo cabello recogido con una cola alta. Sus ojos azules se esconden un poco tras unas interminables pestañas y otro tanto tras el flequillo. Su nariz es diminuta, sólo resalta la punta como una especie de garbanzo. Sus labios están dibujados por un artista, sonríe y deja ver unos blancos dientes parejos, esculpidos. En los lóbulos de las orejas, lleva sendas perlas. Estoy sorprendida por la perfecta armonía de sus facciones. No tiene ni una gota de maquillaje. Se me ocurre un rostro ideal para ilustrar un cuento de hadas.

Viste una musculosa del color de los duraznos maduros, ceñida al cuerpo. Una enorme pollera naranja oculta sus piernas hasta las rodillas que, absolutamente redondas y voluminosas, brillan. Parecen capiteles jónicos de dos columnas, cilindros perfectos cuya basa son sus hinchados pies guardados en zuecos de plástico blanco.

Una melodía alegre que no reconocí, interrumpió mis cavilaciones. Era su celular. Atendió con dulzura y dijo que se encontraba en la estación Bulnes y que viajaba en el primer vagón. Cortó. Guardó el celular en una de las bolsas y del mismo lugar sacó un pequeño frasco de vidrio. Lo destapó. Lo olió con los ojos entrecerrados y se puso un poco del líquido que contenía en una muñeca y con ella se frotó la otra.

En ese momento sentí olor a pan caliente, a bizcochuelo de mi mamá, a la cocina de mi abuela. La miré y me sonrió. “Es agua de azahar”, me dijo. Guardó el frasco justo cuando llegábamos a Scalabrini Ortiz. Sacó su brazo por la ventanilla y se le iluminó tanto la cara que se le dibujaron hoyuelos en las mejillas. Un niño de unos diez años subió al vagón, se le acercó pidiendo permiso a los pasajeros y la abrazó fuerte en el cuello. Guardapolvo blanco, mochila, mucho cabello colorado despeinado y un poco de tizne en las manos. “Hola mami”, le dijo, y se le dibujaron los mismos hoyuelos en sus mofletes pecosos y tiernos. La mujer lo sentó en una de sus piernas y pude ver la felicidad hecha niño en su cara. El tomó su mano y olió su perfume para luego apoyar la cabeza sobre el hombro de su mamá. Ella lo besó y le dijo que no se acomodara mucho que se tenían que parar. Me agradeció el asiento y la hermosa criatura me saludó con las manitos sucias como si fuésemos vecinos. “Vamos, pan de leche, que espera papá en el tren”. Bajaron en Palermo.

Me senté en el amplio espacio vacío y fui hasta el final del recorrido sintiendo su olor. Olor a madre, olor a dulzura, olor a trabajo, olor a masa tierna, olor al calor del horno, olor a desayuno casero, olor a ir al colegio, olor a manteca y mermelada, olor a crema con vainilla, olor a familia, olor a hogar. Olor a pan de leche.