jueves, 12 de junio de 2014

LOS INMORTALES

Para mi abuelo, de su galleguita. Ese abuelo de quién me acuerdo
cada día, pero más, cuando gana independiente.

Cuánto silencio. Parece mentira luego de tanta euforia contenida. Hoy me quise quedar acá, en la cancha. Quise ver cómo se van apagando las luces, cómo se siente el frío y la lluvia sobre la piel. Sentada en la platea baja, por primera vez en mucho tiempo, puedo respirar hondo aliviada, sin la presión del próximo partido, sin estudiar la tabla.

Miro los arcos y vuelvo a sentir el sacudón de la red y los gritos excedidos. La “o” profunda del gol, el rugido visceral vomitando bronca e ilusión. No puedo evitar estremecerme otra vez.

Bajo la mirada y evoco la pesadilla de los últimos años. La caída inevitable. La tortura lenta y luenga del campeonato en el Nacional.

Siento en el cuerpo el sufrir de los lesionados, en el alma la frustración de los expulsados, en el estómago los goles de los contrarios.

En la cara me duelen dulcemente los certeros zapatazos del Rolfi desahogando el peso de la experiencia y la furia de la impotencia en un golazo al ángulo. Aparece también en mi ensoñación el consuelo del juego irreverente de Pisano, de Pizzini o de Bellocq que con absoluta falta de respeto nos invitaron a soñar.

Pienso en todo esto y vuelvo a lagrimear. Se mezclan mis lágrimas con la lluvia y abro los ojos para mirar al cielo sin estar segura de si corresponde agradecer. Lo que sí sé, es que no me voy a olvidar. No me voy a olvidar de la angustia, de la ineludible pesadez de la historia, del sabor amargo de no poder, del infortunio recurrente de perder y volver a perder cuando debíamos ganar. Del temible sentimiento del eterno NO retorno. No me voy a olvidar del rostro de tantos niños pequeños que lloraban desconsoladamente sólo por ver llorar a sus papás. No me voy a olvidar de De Felippe defendiendo a su equipo como sólo un líder sabe, ni de los ojos desolados del Ruso mirando impávido una pelota que no pudo atajar ni esos mismos ojos satisfechos por convertir un penal.

No sé si alguien más me puede entender. No sé si hay alguien que haya podido vivir esto más de cerca que yo. Tengo heridas sobre el pellejo que no me dejan mentir. Heridas de guerra, de batallas hostiles que no se daban sólo en el campo de juego. Se daban en las tribunas con los fantasmas que “raSin clú” nos supo dedicar, en las redes sociales, en los medios, en la dirigencia, en la Sede. La lucha era de arco a arco y de norte a sur del territorio. El Nacional nos puso a pasear la camiseta y allá fuimos. Y no eran sólo Tula, Vallés y Morel recorriendo toda la cancha, era un ejército de voluntades lidiando contra todo y contra todos. Una lucha imprecisa y desvariada, una quimera disociada e inconstante que terminó en un cruel partido de disputa por el tercer ascenso. Duelo final.

No sé si son muchos los que pudieron palpar un cabezazo de Penco, la pasión de Parra que juega como hincha, los puntapiés de media cancha de Vidal, las corridas de Mancuello, la entrega del Pocho que recibió críticas lapidarias o la emoción de Zapata transmutado en héroe después del primer gol de hoy. No me olvido de ninguno aunque no los nombre.

No sé realmente cuántos podrán entenderme. Yo soy la pelota de fútbol. La número cinco. La que no se mancha. Y soy parte del equipo. De este equipo. Pero también soy parte de la hinchada. De esta hinchada, la del Rojo. Y hoy estoy acá sola, en un estadio prestado, acompañada de los recuerdos y de las esperanzas. Disfrutando un #volvimos que no se festeja, pero se celebra. Un triunfo que se acaricia todo mojado de lágrimas emocionadas y de lluvia consorte del Rey de Copas que hoy regresa a su lugar. Disfruto y dedico esta 'soledad acompañada' a los jugadores y a los hinchas que estuvieron desde el día uno hasta el último. A los que se enojaron. A los que lloraron. A los que se decepcionaron. A los que nunca bajaron los brazos. A los que putearon a los jugadores, a los dirigentes, a los árbitros y a la madre de cada uno de ellos. A los que al partido siguiente los aplaudieron y alentaron. A los que en el próximo los silbaron y abuchearon. A los que fueron a la cancha con la calculadora. A los que siempre creyeron. A los que hicieron el aguante. A los que estuvieron estoicos el día del descenso. A esos que son los mismos que están hoy, el día del ascenso. A los que la padecieron. A los que se golpearon el pecho luego de cada partido. Esos que soportaron cualquier cosa, que contuvieron la taquicardia, que apretaron los dientes, que clavaron las uñas en la palma de sus manos. A los incólumes e invulnerables hinchas que no murieron en el intento. A los que no sucumbieron. Porque son Independiente. Y si sobrevivieron a todo esto, evidentemente, son inmortales.