sábado, 13 de enero de 2018

Llueve en la Villa

Imaginar días de lluvia en el plan de vacaciones no está en mi modelo mental. Jamás pongo en la valija un paraguas y un par de botas de lluvia calculando mal tiempo. Estamos en Córdoba y desde hace tres días el servicio meteorólogico amenaza nuestras vacaciones con tormentas eléctricas. Se viene equivocando. Hasta hoy. Esta madrugada se desató una tormenta de esas ideales para película con espectaculares trunos que te despiertan de golpe, como podés llegás hasta la ventana y mientras descubrís que no hay luz en varios kilómetros a la redonda, un rayo ilumina las sierras y te recuerda que estás lejos de casa.

Ocho horas depués, sigue lloviendo. Aprovechamos para dormir un rato más, después de todo, para eso también se pensaron las vacaciones. Qué hacemos hoy? Vayamos para Calamuchita, quizás ahí no llueve. Pero sí. Llueve. Mucho. El río está crecido y el agua corre con fuerza, golpea contra las piedras y arrastra ramas y plantas, revuelve el fondo y todo el caudal es marrón y pedregoso. En algunos tramos, el nivel del agua supera los vados. El cielo, gris plomo. Las sierras casi no se ven tapadas por las nubes, bajas y espesas.

Paramos para almorzar unas empanadas de carne increíbles. Empanadas con masa de empanada. Todo un hallazgo.

Volvemos al complejo en el que nos hospedamos. Parece “Pueblo Quieto”. Una estampa.

En la oficina de turismo nos recomendaron visitar un museo politemático en la Villa. Lo googleamos. No aparenta gran cosa, pero se ve pintoresco. La propuesta de museo a nuestros hijos varones de diez y trece años no les pareció gran plan como era de esperar, pero allá fuimos. Entre protestas y resoplidos recorrimos los cinco kilómetros que nos separan del destino. Lluvia. Frío. Mal humor. Cualquier cosa que encontremos ahí no puede ser peor.

El museo tiene una fachada de castillo con dos torres. Para llegar a él, primero hay que pagar la entrada en una galería en la que se exponen para su venta artesanías en madera, tablas para picada, utensilios de cocina, mates, rompecabezas, juegos para niños, cuadros, lámparas y algunos muebles menores tales como bancos y mesitas ratonas.

Un hombre grandote, con barba, canoso y barrigón nos acompaña hasta el castillo. Atravesamos un jardín rodeado de arbustos, con fuentes, figuras de metal, perros, gatos, sapos y enanos de jardín. Nos da la bienvenida y nos presenta a la guía quien, muy amable, nos invita a sumarnos a un grupo que ya empezó la recorrida.

En el salón hay muchos objetos antiguos organizados por rubro: telefonía, sonido, hogar, fotografía, libros. Todo está lleno de polvo, como si se tratara de una casa que acaba de ser abierta luego de décadas de estar deshabitada y abandonada. En todos los estantes y vitrinas hay enormes carteles de “no tocar”.

La guía va contando la historia de los objetos en cada sector del salón indicando que cada uno de ellos fue llevado allí por su tío, el hombre grandote, con barba, canoso y barrigón. Distribuídos en todo el museo se encuentran unos muñecos autómatas de diferentes tamaños creados por él. Realmente muy bizarros todos ellos.

La recorrida nos lleva desde principios de siglo pasado hasta la década del noventa. Para terminar, la guía nos reúne en el centro del salón para dar una charla sobre la evolución de los sistemas de reproducción de sonido. Desde una vitrola en la que escuchamos a Gardel, pasando por un tocadiscos en el que escuchamos a Gaby, Fofó y Miliki, hasta el conocido amigo cassette. Se exponen televisores, radios capilla, combinados y una spica. Nos permite tocar los discos de pasta y compararlos con los de vinilo y finalmente nos invita a recorrer libremente el museo.

Se dispersa el grupo y un joven de unos cincuenta años con una campera roja con el escudo de Independiente me mira y señala el mismo escudo en mi buzo azul. Se acerca y me dice FELICITACIONES CAMPEÓN! Nos dimos un cordial abrazo entre desconocidos a quienes los hermana el sentimiento por la camiseta y seguimos camino.

Llueve en la Villa y esta noche juega el Rojo. El Rojo campeón.